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Las benévolas

 

CRITICO14ENE08

 

JONATHAN LITTELL
LAS BENÉVOLAS
RBA

Littell resulta un autor original. Sus maneras artísticas difieren de las de novelistas literarios clásicos, quienes empañan el material ficticio con su sensibilidad (Proust) o dramatizan vivencias personales (Kafka). Su proceder se asemeja más, en principio, al narrador tradicional del siglo XIX, como Dostoyeski o Tolstoi, según opina Jorge Semprún. En principio, Littell trabaja como los autores de la novela histórica actual, quienes buscan un material desconocido, lo investigan a conciencia y luego lo ordenan para el lector con la eficiencia de un relator fiel. La ficción les concede una generosa libertad de acción. El franco-norteamericano investigó con rigor su tema, las atrocidades nazis en el frente del este de Europa durante la segunda guerra mundial, pero a diferencia de los novelistas históricos usuales, transmitió todo a través de un singular narrador, un nazi, homosexual, asesino, engañador y con una conciencia repugnante. Littell ganará al lector no por valerse para contar el argumento de este ser deleznable, sino por el relato de las abrumadoras atrocidades cometidas por los nazis en su marcha hacia Rusia.

Maximilien Aue, el protagonista narrador, antiguo miembro de las SS, aparece al comienzo del texto casado y con hijos, viviendo confortablemente en Francia, donde dirige una fábrica de encajes y nadie sabe de su pasado nazi. Treinta años después de haber participado en el holocausto decide contar sus experiencias de guerra como SS, relatando con morosidad su participación en las limpiezas étnicas realizadas por su unidad militar. Por ser hijo de alemán y de madre francesa Aue pudo, tras la contienda, usar su pasaporte francés, ocultando así su pasado criminal. Este personaje educado y cerebral, doctor en derecho, aparece como un ser frío y calculador, quien tuvo cariño hacia su hermana, en parte morboso también, pues él hubiera deseado nacer mujer.

Todo lector resulta colocado por el narrador en una situación moral imposible desde el mero comienzo de la obra, cuando Maximilien nos confía que escribe “para activar la sangre, para ver si puedo aún sentir algo, si todavía sé sufrir un poco. Curioso ejercicio” (pág. 20). Se dirige al lector con actitud desafiante, “Adivino lo que estáis pensando: pero qué hombre más malo, os decís, un hombre perverso, un sinvergüenza” (pág. 25), y pasa a justificar sus actos diciendo que matar en combate supone lo mismo que matar a un civil desarmado durante la guerra. Las confesiones producen una cierta arcada; se atreve por encima a terminar con un desafío, con un ataque ad hominem al posible lector: “soy un hombre como todos los demás, soy un hombre como vosotros. ¡Venga, si os digo que soy como vosotros!” (pág. 32). A partir de ese momento experimentamos una verdadera desazón, pues no somos como él, un asesino confesado: hemos sido emplazados a mirarnos en el espejo moral propio, el de la memoria histórica de nuestra propia cultura de la posguerra. A continuación, en los largos capítulos la narración de Aue transmite puntualmente los horrores cometidos por los rusos y por las SS durante la contienda, información desenterrada por Littell en las bibliotecas de Polonia, Ucrania y Rusia, en más de doscientos libros, y su recuento conforma el grueso del volumen. El joven Littell se había preparado para tal labor en Yale University y trabajando posteriormente para diversas ONGs en Chechenia y Afganistán, entre otros lugares.
La novela hay que entenderla dentro del contexto de la narrativa actual, cuando la novela de crimen y la histórica han desplazado a la puramente literaria en las preferencias del público lector. La peculiaridad del franco-estadounidense reside en que supo redactar un larguísimo texto de ficción histórica con un componente de verosimilitud del 95%, que resulta puro alcohol para la conciencia de los lectores. Apropiado para disolver la pereza con que los europeos y americanos abordamos la cuestión de la memoria histórica de, por ejemplo, los ucranianos, las primeras víctimas visitadas en el relato de Littell. El futuro escritor pasó varios años investigando las atrocidades relatadas, como adelanté, y luego dedicó un año a volcar toda esta información en la página. Aquí no hubo tiempo para la reescritura a lo Flaubert, uno de los autores preferidos del escritor, pues no le mueve el prurito de la perfección estilística, de la enunciación del tema mediante palabras bellas. Le mueven los datos descubiertos, los ejemplos de ciudades arrasadas primero por los rusos y luego por las SS en sus respectivos intentos de limpieza étnica, y transmitir la frialdad de los verdugos, como Aue y sus camaradas.

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